Hace años, cuando vine por primera vez a este país, acostumbrado a que las mujeres me ignoraran por la calle, me costó hacerme a que las jóvenes locales me miraran como lo hacían. Al principio, pensaba que me había dejado la bragueta abajo. Luego hice callo y ya no me daba cuenta.
Volví a mi país casi un año después. Esta vez, no conseguía habituarme al hecho de que ¡yo no existía! No es que me miraran con mala cara, o que me miraran por encima del hombro, sino que, directamente, no era digno de evaluación alguna. No te doy ni el suspenso, vamos.
Esas cosas se llevan mal. Especialmente porque, cuando intentas compartir tus penas, nadie te hace caso, justificándolo de varias maneras: que si son imaginaciones tuyas, que si te mirarán algunas y otras no, que si ya estás criticando tu país de origen, que si te tiene que mirar todo el mundo, que si miran cuando hay algo que ver y por eso me miran a mí y no a ti (en serio, hasta eso he oído, y no sólo una vez).
Pofale.
Entre medias, yo sabía lo mío, y cuando me pegaba cualquier bajón raro en mi país adoptivo, me iba a dar un paseo y volvía con la moral elevada. En el de origen, hablaba con las mujeres de la familia, que eran las únicas que me decían guapo.
El tiempo pasó, se marcó en mi aspecto y dejó de haber miradas. O quizá fuera el avance de la cultura occidental, que hace que aquí miren más ellos a ellas que ellas a ellos. Quizá fuera hartazgo de que los turistas se tomaran las miradas y sonrisas como invitaciones. Lo mismo hice callo o dejé de percibir esa realidad, entre otras cosas por la cantidad de gilipollas que se empeñaban en el día a día en minarme la autoestima (como si yo hubiera preguntado). O quién sabe, pudo ser una combinación de factores.
Han pasado veinte años.
El verano pasado me compré unas gafas llamativas. Quería comprarme algo excéntrico, aparatoso, visible, algo que diera el santo cantazo, vamos. Por supuesto, los primeros en admirarlas fueron mis estudiantes, que querían que se las diera, se las cambiara por las suyas, se las prestara. Al tiempo, me acostumbré a llevarlas sin darme cuenta de lo que me ponía en la cara.
Un día, me parecía que la gente me miraba mucho. Algo así como cuando fui a Cracovia la primera vez (y tras dos días de mosqueo, porque la gente me miraba mucho a los ojos, me di cuenta de que me había pasado dos días sin ver ojos castaños ni pardos - los míos eran los únicos). Claro, me di cuenta de que eran las gafas. Y me di una cuenta errónea.
No siempre eran las gafas. Cuando me quitaba las gafas, la gente me seguía mirando. Y no, no eran miradas como las de hace años, esta vez se centraban en la cara.
Pensé que igual era la nariz.
La mayoría de las veces, la gente (niños, adultos, ancianos, hombres, mujeres) me sonríe. Los niños me saludan.
Contras, acaba de ocurrírseme. ¿Me pareceré a alguien famoso de aquí?
Una vez que me miraba un grupo de gente sonriente, miré para un lado, había un espejo, y al verme, solté la carcajada, porque tenía una cara de juerga impresionante, yo. Pero hay veces que tengo cara de pedo: sin dormir, sin peinar, con dolor de cabeza... y la gente sigue mirándome con el mismo gesto simpático. No se ríen de mí, sino que me sonríen.
Pensé que sería la primavera, pero ya han pasado doce meses de primavera. Pensé en la crisis de la mediana edad, pero aún no quiero una Harley Davidson ni me apetece volver a las discotecas.
Algunas mozas (y digo mozas, no señoras) me persiguen en la piscina. ¿Querrán un autógrafo o emparanoiarme?
Hoy iba andando por la avenida Lannova, sin mis gafas, agotado, somnoliento, vestido discreto (creo yo). Me paré en el semáforo. Miro al otro lado y veo a un grupo de mujeres, las cuatro sonrientes mirándome de arriba abajo, sin visos de haberse puesto de acuerdo o de haber hablado de mí. Recorro la acera de enfrente con la mirada y veo a otras siete mujeres, unas de dos en dos, otras solas, de las cuales otras cuatro me miran. Intimidado por tanto interés, casi me echo a correr. ¿Será una cámara oculta y alguien intenta hacer que yo pierda el juicio?
Mientras camino hacia casa, recuerdo el experimento que hice el verano pasado, de colocar las mismas fotos, exactamente las mismas, en las versiones de ambos países de cierta red social. La nota que me pusieron mis compatriotas fue, de media, de un 3,5 (suspenso). Las otras me pusieron un 8,2 de media (notable).
Repito: han pasado 20 años. No me veo tan impresionante, la verdad - pero como no soy yo quien tiene que juzgar y la gente bocazas hace ya una temporada que no me lanza ataques a la autoestima, igual me he perdido algo. Así que veremos este verano, cuando vaya a mi Tierruca, si me siento olvidado, aliviado, o aún más perseguido.
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miércoles, 6 de mayo de 2015
Me siento incómodo
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sábado, 2 de marzo de 2013
¿A dónde vamos?
En la serie de preguntas "quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos" a mí siempre me ha faltado el "dónde estamos". Puede parecer una pregunta muy tonta; pero es mucho más fácil responder a la tercera si sabemos contestar bien a la añadida. Cierto: podría considerarse ésta una parte del "quiénes somos".
En cualquier caso, últimamente me he encontrado en diferentes contextos con la pregunta de adónde va la música (entiéndase clásica), y si es posible hacer algo nuevo. De acuerdo con Marcus Weeks, esa pregunta se la han hecho ya en todas las épocas. Weeks, incluso, se aventura a proponer varios posibles caminos por los que la música podría evolucionar. Dice que el nacionalismo llevó al internacionalismo, el Este y el Oeste están mezclados desde hace años, y es difícil encontrar influencias de otras culturas. "El minimalismo ya está perdiendo fuerza" (cito), y quizá la respuesta esté en dejarse influir por la música popular, otra vez, o entrar en un neorromanticismo. También dice que la música "seria" y el público, durante el siglo XX, alcanzaron su punto de mayor separación en la Historia, separación que parece estarse reduciendo de nuevo.
Lo veo no sólo en mi caso, sino en los programas de los conciertos. Quizá es que hace años no veía lo que no quería ver, o que había nombres que no aparecían nunca, el caso es que, en los últimos años, veo nombres nuevos con una frecuencia cada vez mayor. Y ojo, que cuando digo nombres nuevos, no me refiero sólo a compositores modernos, como Pärt o Gorecki, sino también a nombres que no había oído jamás de compositores que ya llevan criando malvas cientos de años, como Zelenka, Josquin, von Bingen o Rameau, y que merecen el tiempo dedicado a escucharlos.
Pero permítanme volver a mi pregunta: ¿a dónde vamos? ¿Vamos a un nuevo estilo, o a una mezcla de ellos? ¿Y quiénes somos los que vamos? En el mundo occidental, somos una sociedad individualista, que busca la diferenciación, la personalización, y también busca algo nuevo constantemente. ¿Estamos dispuestos a conformarnos con la música de Britten o Blacher (ya difuntos) o la del ya mencionado Pärt? ¿Nos llena? ¿Nos basta?
Y los músicos (compositores), ¿están dispuestos a copiar el estilo de otros? Muchos lo hacen, y no tienen duelo en decir lo diferentes que son del resto, ciegos a la semejanza. Y nadie parece decirles "oye, que lo que tú haces es poco original". Hay que ser diferente, pero lo suficientemente igual para entrar por la oreja a la primera y que te digan lo buenísimo que eres, aunque no seas más que técnicamente perfecto.
Otra vez me voy por peteneras. Creo que es difícil que surja un movimiento musical que suene unitario, y no porque los caminos de la tonalidad y la atonalidad estén agotados, ni porque no pueda haber ya nada nuevo bajo el slo, sino porque cada compositor quiere ser único en su especie y no copiar a nadie, ser original y seguir su propio camino jamás antes hollado por nadie. Algunos, incluso, queremos hacer algo nuevo con cada nueva composición. Con semejante caleidoscopio, encuéntrenme dos cuentas iguales para hacerme sendos pendientes con estilo.
El camino, parece ser, está ya definido por la experimentación constante.
¿Y el público?
Marcus Weeks tiene razón en que tenemos que aprender de la música popular (entiéndase no sólo pop y rock, sino también hip-hop, rap, trance, etc). Hay muchas fórmulas de éxito que pueden funcionar muy bien entre la gente joven. La gente quiere poder cantar lo que oyen. Olvídate de arias, quiero algo que no sea difícil, y que tenga un mensaje, y a ser posible un estribillo que me aprenda antes de que acabes la canción. Los musicales están bien para verlos, pero no para escuchárselos (en general). Y además, hay que cambiar la forma (y el precio) de presentar la música. Estoy seguro de que hay formas de agradar al público, a los músicos profesionales y a uno mismo.
Mis Hlavolamy no son la respuesta; pero quizá lo sean los rompecabezas de otros.
En cualquier caso, últimamente me he encontrado en diferentes contextos con la pregunta de adónde va la música (entiéndase clásica), y si es posible hacer algo nuevo. De acuerdo con Marcus Weeks, esa pregunta se la han hecho ya en todas las épocas. Weeks, incluso, se aventura a proponer varios posibles caminos por los que la música podría evolucionar. Dice que el nacionalismo llevó al internacionalismo, el Este y el Oeste están mezclados desde hace años, y es difícil encontrar influencias de otras culturas. "El minimalismo ya está perdiendo fuerza" (cito), y quizá la respuesta esté en dejarse influir por la música popular, otra vez, o entrar en un neorromanticismo. También dice que la música "seria" y el público, durante el siglo XX, alcanzaron su punto de mayor separación en la Historia, separación que parece estarse reduciendo de nuevo.
Lo veo no sólo en mi caso, sino en los programas de los conciertos. Quizá es que hace años no veía lo que no quería ver, o que había nombres que no aparecían nunca, el caso es que, en los últimos años, veo nombres nuevos con una frecuencia cada vez mayor. Y ojo, que cuando digo nombres nuevos, no me refiero sólo a compositores modernos, como Pärt o Gorecki, sino también a nombres que no había oído jamás de compositores que ya llevan criando malvas cientos de años, como Zelenka, Josquin, von Bingen o Rameau, y que merecen el tiempo dedicado a escucharlos.
Pero permítanme volver a mi pregunta: ¿a dónde vamos? ¿Vamos a un nuevo estilo, o a una mezcla de ellos? ¿Y quiénes somos los que vamos? En el mundo occidental, somos una sociedad individualista, que busca la diferenciación, la personalización, y también busca algo nuevo constantemente. ¿Estamos dispuestos a conformarnos con la música de Britten o Blacher (ya difuntos) o la del ya mencionado Pärt? ¿Nos llena? ¿Nos basta?
Y los músicos (compositores), ¿están dispuestos a copiar el estilo de otros? Muchos lo hacen, y no tienen duelo en decir lo diferentes que son del resto, ciegos a la semejanza. Y nadie parece decirles "oye, que lo que tú haces es poco original". Hay que ser diferente, pero lo suficientemente igual para entrar por la oreja a la primera y que te digan lo buenísimo que eres, aunque no seas más que técnicamente perfecto.
Otra vez me voy por peteneras. Creo que es difícil que surja un movimiento musical que suene unitario, y no porque los caminos de la tonalidad y la atonalidad estén agotados, ni porque no pueda haber ya nada nuevo bajo el slo, sino porque cada compositor quiere ser único en su especie y no copiar a nadie, ser original y seguir su propio camino jamás antes hollado por nadie. Algunos, incluso, queremos hacer algo nuevo con cada nueva composición. Con semejante caleidoscopio, encuéntrenme dos cuentas iguales para hacerme sendos pendientes con estilo.
El camino, parece ser, está ya definido por la experimentación constante.
¿Y el público?
Marcus Weeks tiene razón en que tenemos que aprender de la música popular (entiéndase no sólo pop y rock, sino también hip-hop, rap, trance, etc). Hay muchas fórmulas de éxito que pueden funcionar muy bien entre la gente joven. La gente quiere poder cantar lo que oyen. Olvídate de arias, quiero algo que no sea difícil, y que tenga un mensaje, y a ser posible un estribillo que me aprenda antes de que acabes la canción. Los musicales están bien para verlos, pero no para escuchárselos (en general). Y además, hay que cambiar la forma (y el precio) de presentar la música. Estoy seguro de que hay formas de agradar al público, a los músicos profesionales y a uno mismo.
Mis Hlavolamy no son la respuesta; pero quizá lo sean los rompecabezas de otros.
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