martes, 22 de septiembre de 2020

Las tragedias de los ricos

(NOTA: algunos amigos míos están viajando a tope este año, y aunque yo no lo haría, no les digo nada, es su vida y no dudo de que tengan motivos muy válidos; y si sus motivos no son válidos, tampoco me los venden como impepinables; esta bitácora va sobre otra cosa, y sobre una actitud repetida que, en este caso, se ha manifestado en el tema del viaje; y ya dejo de excusarme antes de empezar a escribir)

Estamos en 2020. Tenemos internet y acceso a la información. De hecho, nos bombardean con más de la que nos gustaría, y así, nos creamos esa información o no, es difícil que no hayamos oído hablar del covid-19, del cambio climático, de los incendios forestales generalizados por todo el planeta, de la inquietud social en EE.UU., de la guerra en Siria, del genocidio saudí en Yemen, de China alcanzando el puesto de primera potencia económica del mundo a costa de las libertades de millones de personas (entre otros adorables motivos), de que la crisis de inmigración no ha terminado y de que, en general, es un año que va a dar para muchas películas. Es un año en el que hay muchas personas sufriendo, bien sea por daños directos, bien por las paranoias que se crean y/o creen (aplíquese indicativo o subjuntivo a placer de quien me lea).

Entre todas las tragedias, la que más me ha tocado la fibra sensible ha sido una que me han contado hoy (atención: estamos en modo “sarcasmo”—por siaca). Me cuenta cierta persona que su hija y el novio de ésta están a la espera de un segundo test de covid-19 (no sé si hoy o mañana), que ya han dado negativo, pero que, si uno de ellos da positivo, no les dejan embarcar a un vuelo a las Azores, pasado mañana, y perderán 1.500 €.

El que no está mal es porque no quiere, francamente. Contesto con una versión edulcorada de “es que a quién se le ocurre”. “A ver, es que no se les podía haber ocurrido, porque” (atención) “compraron el billete en junio”.

Me dicen eso en septiembre de 2020.

—Bueno, francamente, no me da ni pizca de pena, es una imprudencia viajar en estas circunstancias.

Me rebate que, a veces, uno necesita (sí, ese fue el verbo, “necesitar”) viajar para desconectar (no por trabajo, ni por ayudar en una crisis humanitaria, ni por la ciencia, no: por placer). Me niego a dejar las cosas así.—Ha habido vuelos en los que, por un tarado, se han infectado todos los otros pasajeros. En un año como éste, es una irresponsabilidad.

—Si nos ponemos así, no podríamos hacer nada.

Digo algo así como:—No estoy de acuerdo— y me voy, dando por terminada la conversación. He intentado que su tontería se estrelle contra la pared de la realidad, aunque sé que no va a funcionar, va a ver mi falta de solidaridad con su victimismo como falta de empatía o de voluntad por hacer amigos. Me da igual.

Podría haberme puesto más beligerante: “Si te falta imaginación para hacer otras cosas, y conocimiento para saber lo que es un problema real; si te falta consciencia para ver que hay gente que no tiene 1.500 € al año para alimentar a su familia; si viajar tú o tu familia te parece una necesidad pero te parece que son todos los demás con cada uno de sus actos quienes están provocando esta crisis sanitaria con la que tanto disfrutas creando ese alarmismo del que me acusabas a mí en los primeros días de la pandemia; si no ves más allá de tu ombligo, sí, entonces entiendo que es una tragedia; y ahora que ya nos hemos puesto de acuerdo, si me disculpas, tengo más que hacer”. Pero preferí dejarle con la palabra en la boca y que se sintiera incomprendido en vez de atacado.

Ya comentaba en otra bitácora que nacer con estrella, a veces, es nacer estrellado en el campo del desarrollo de determinadas habilidades cognitivas. Hay que ser un poco más crítico con uno mismo. Y sí, hay que criticar al gobierno que a cada uno le toque; pero si no hacemos nosotros nada, si no cambiamos ni un ápice de nuestro comportamiento para adaptarnos al ideal que les exigimos a los demás, quizá no seamos más que unos hipocritillas y nos merezcamos la tragedia que estamos fomentando.

Cuando oigo a un afortunado ponerse victimista en medio de la tragedia ajena, no puedo evitar pensar que lo que necesita no es desconectar con un viaje, sino despertar con una tragedia real en carnes propias. Ojalá se despierten todos los ricos victimistas antes de que sea inevitable.