domingo, 10 de diciembre de 2017

¿Qué futuro?

Este año, mi lado ecologista cándido ha sufrido un varapalo tremendo. Y pensé en tirar la toalla, en pasar de todo, en volverme como el resto del mundo. No va a ser así, o no todavía. Pero ¿qué noticias fueron las que hicieron tambalearse mis principios de tal modo?

La reducción de insectos

Hace años me contaron un chiste bastante malo, que me hizo gracia no sé por qué, a saber: "¿Qué se le pasa por la cabecita a un escarabajito cuando se choca contra el parabrisitas de un cochecito? El culito". Ese chiste, hoy, casi pertenece a la prehistoria: los insectos ya no se chocan contra los parabrisas, porque no hay tantos insectos. No son sólo las abejas las que desaparecen: las poblaciones de insectos se han reducido drásticamente en toda Europa, con algunas especies y/o subespecies desapareciendo por completo de algunas zonas. Más de algún imbécil se alegrará de no tener que limpiar el coche tan a menudo, y que a quién le importan los coño bichos—pero de esa actitud ya hablaré luego.

Ubicuidad de los plásticos

Están por todas partes. Los estudios cuyos resultados se han publicado indican que más de un 80% del agua que bebemos, sea de manantial, del grifo, embotellada o de donde sea, contiene microplásticos—y, por supuesto, también nanoplásticos, aún más pequeños. Dicho de otro modo: estamos bebiendo plástico, y un plástico cuya composición desconocemos, lo cual no es muy tranquilizador sabiendo la cantidad de plásticos que están prohibidos para la fabricación de envases alimentarios.

Dióxido de carbono y plantas

Las plantas están creciendo más rápido a consecuencia de la mayor concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. Genial, ¿a que sí? Sólo que no está aumentando el número de nutrientes por planta. Dicho de otro modo: cada kilo de comida alimenta menos que antes. Puede contener más azúcares, pero son de un tipo que propicia la obesidad. Nada de más vitaminas o fibra o proteínas. Esto podría explicar la epidemia de obesidad que, parece ser, es global.

¿Eso es todo?

Ya me gustaría. Tengo que poner enlaces a todas esas noticias, entre tanto podéis llamarme alarmista. Y cuando ponga los enlaces, también. Porque lo peor, para mí, no es la situación del planeta, ni el hecho de que esté empeorando. Lo peor es la actitud de balones fuera que tenemos todos. Cuando menciono estas noticias, con las que me topé en un lapso de tiempo bastante reducido, algunos hacen un gesto de hastío por el tema, pero la gran mayoría acusa que si a grandes corporaciones, que si a gobiernos, que si a la gente sin estudios, a la gente inmoral... Y los culpables, querida sociedad, somos todos y cada uno.

Eso es algo que nadie quiere ver. De pronto, me sentí sumamente solo. Empecé a preguntarme por qué yo tengo que hacer tantos pequeños sacrificios diarios (sí, muchos, y sí, diarios), que sólo soy un ser humano de casi ocho mil millones que pasan.

Y entiendo que la peña pase. Ahora mismo, son tantas las noticias negativas que uno acaba por tener la sensación que acabo de mencionar yo, a saber, que no hay nada que hacer: la impotencia absoluta.

Si alguno piensa que no hace nada para cargarse el mundo, le voy a dar una de las causas, una sóla de ellas, para los tres problemas arriba mencionados: la automoción. Los neumáticos de los coches se desgastan poco a poco al rodar—y sí, están hechos de plástico, y sí, son partículas de micro- y nano-plásticos. Los coches producen dióxido de carbono. Y durante décadas han circulado cientos de millones de coches por las autopistas europeas. Un solo coche, en un trayecto de una hora, podía matar a cientos de insectos. Multiplíquese eso por, pongamos, diez millones de coches, sólo eso. Una hora al día. Los meses de verano. Pongamos sólo diez insectos por coche. Pongamos que en la década de los 90. Son 60.000.000.000 de insectos. Sesenta mil millones. Tirando a la baja. Los humanos aún no llegamos a ocho mil millones.

"Bichos hay muchos, y mi libertad es sólo una". Ya. Más bien habla de tu comodidad. Que sí, que lo hemos hecho todos, que lo hacemos, que lo haremos. Se trata de no echar balones fuera, de asumir la propia responsabilidad. Y, quizá, de hacer lo que esté en nuestra mano por cambiar las cosas. O de callarnos la puta boca y no ir de buenos porque los malos son siempre los otros. Yo también soy culpable y no me gusta serlo. Así que a ver qué puedo cambiar ahora. ¿No planear siquiera comprarme un coche en el futuro?

Lo de criticar la automoción es políticamente incorrecto... lo sé... como criticar a una mujer guapa que habla con gracia, ¿verdad?

¿Sophia o Gogia?

Para terminarla de rematar, hoy me encuentro con unas entrevistas realizadas a Sophia, un robot supuestamente inteligente, que aprende, está conectado con internet y otros robots similares por WiFi y que dice que quiere dominar el mundo. La chusma le ríe las gracias. Pero es borde y demagoga. Cuando le hacen preguntas filoSóphicas, contesta demaGógicamente, se sale por peteneras, no se implica. ¿Es realmente eso a lo que queremos llegar? ¿Qué modelo de comportamiento estamos dándoles a los robots? Supongo que tenemos lo que nos merecemos.

Entre otros vídeos, aparecen los robots-tiroteador, desde Rusia con amor, capaces de disparar a dos manos a una serie de objetivos sin desperdiciar ni una sola bala. Quizá lleguemos a Terminator. Quizá sobrevivamos. Quizá sólo estoy siendo alarmista. Qué más me dará, si ya he pasado, probablemente, de la mitad de mi existencia.

Pero yo seguiré reciclando. Y reutilizando aguas grises. Y reduciendo mi consumo de plástico. Y aguantaré sin coche todo lo que pueda. Y defenderé el mundo inmaterial, y la intuición, y los sentimientos, y los arrebatos coléricos, y la creatividad sin pragmatismo, y el juego, y la ilusión. Porque, un día, yo seré lo único que me quede. Y cuando ese día llegue, quiero estar a gusto con mi conciencia y disfrutar de un ser auténtico.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Otro viaje complicado

De verdad que últimamente estoy en racha, y como me hace gracia este tipo de cosas, pues lo iba a escribir para mí y entonces me acordé de que tengo la bitácora algo abandonada. Así que vamos con la excursión más reciente.

Quería ir a ver el otrora ultrasecreto escondrijo S-7, de la Guerra Fría, capaz de resistir un ataque nuclear. Tenía hecha la reserva y, puesto que el tiempo aún no es tan frío, iba a ir en bici hiciera como hiciera. Total, aquí casi nunca hace viento y la lluvia sola no me agobia...

Tenía tiempo de requetesobra, que para eso salí bien de casa. Todo estaba programado para resistir imprevistos. Salgo de casa, voy pedaleando... No es que me falte tiempo, pero tampoco me sobra, no sé dónde han desaparecido esos 5 minutos, pero bueno, puedo ir rápido que aún así me va a sobrar tiempo. La bici bota de una forma rara. Contras. La rueda de atrás está baja. Y me he dejado la bomba en casa, esa bomba que llevo siempre aunque vaya andando, pues no, esta vez no.

En el camino, paso dos (¿o tres?) veces por encima de cristales rotos que no esperaba y que no vi hasta que no estaba ya criscrasqueándolos. Las cámaras aguantan como sendas campeonas, incluso la desinflada (ahí iba yo, con dos cámaras desinfladas... a la cámara de un neumático, en checo, se la llama duše, "alma"). A esas horas de la mañana (aún no son las ocho) no habrá ninguna de esas pruebas deportivas que me impiden ir al centro en bicicleta demasiados sábados. Estoy en lo cierto. Para compensar, un montón de caminos cerrados y de señales diciendo "ciclista, baja de la bici". Obedezco, me voy por un atajo, eso sí, me salto todos los semáforos (corriendo). Llego a la estación, bueeeeno, tengo aún cinco minutos, estupendo, con tal de que no sea uno de esos días en que hay dieciocho excursiones haciendo cola...

No hay excursiones. De hecho, creo que el frío ha echado para atrás a mucha gente (oh, sí, hacía frío). Claro que tampoco había más que una taquilla abierta (siempre hay al menos dos, normalmente tres), y el señor que la ocupa está contando la inmensa cantidad de cambio con la que ha pagado la cliente delante de mí. Por suerte, al poco hace una pausa para atenderme. Llego al tren. ¡Bien!

Las estaciones checas están muy bien señalizadas, en mi opinión, y uno siempre ve con tiempo que va a llegar a su parada. Por si fuera poco, si vas en bici, como iba yo, el revisor siempre está pendiente de que te bajes en la correcta. Podía dormir un rato.

[...] Dormí, pero en fin. Me despierto a tiempo. Muy a tiempo. El tren lleva retraso (como un cuarto de hora), lo cual sí que no me extraña tanto. No pasa nada: contaba con esa posibilidad, tenía casi dos horas para cubrir menos de diez kilómetros: suficiente para hacerlo a paso ligero, incluso con la bici, o corriendo si hubiera cuestas, quince o veinte minutos (o incluso treinta) no me van a hacer tanta pupa.

Ya.

Pero llegamos a una estación cuyo nombre, excepcionalmente, no veo. Me asomo por la ventana. Le pregunto a un señor si estamos en Kostelec, me dice que piensa que no. Intengo que me vea el revisor. Se bajan otros ciclistas más adelante. Arrancamos. El pasajero al que había preguntado está hasta las orejas de no sé qué sustancia, el revisor viene y me dice "Uy, me olvidé de usted". Siguiente parada: Jihlava, unos 10 Km más que, por supuesto, iban a ser cuesta arriba, y con mucho menos tiempo ya para llegar.

Por el camino, el primer pueblo que me encuentro se llama Pístov (suena muy parecido al pissed off inglés, que viene a ser algo así como "sentirse jodido"). Me entra la risa y decido que no me voy a dejar amargar, que si llego, llegué, y si no, pues no pasa nada.

Cuando ya estaba cerca, tras otras varias peripecias y vientos en contra, llego por fin a un tramo cuesta abajo. "En bici para los niños", un numeroso evento con diez veces más adultos que niños y un casco cada siete personas, ha decidido tener lugar en ese tramo que yo podía aprovechar, por supuesto ocupando toooda la anchura de la carretera y adornándose con algunos participantes que miraban más hacia detrás que hacia adelante y a los que casi me meriendo (en el sentido de choque y en el de devorar de furia). Sonríe, Jorge. Te miran raro, incluso una mujer dice "Mira, ése va mal", pero piensa que no llevan casco, así que son ellos los que tienen el golpe en la cabeza.

Llego a Třešť. Me quedan 4 minutos, pero por suerte no lo sé, sólo lo intuyo. Creo recordar que el Almacén de tomates (nombre en clave del escondrijo) está al sur de la plaza, yo llego a Třešť por el norte, así que planeo mirar el plano que llevo conmigo cuando pase la plaza y buscar la calle V Kaštanech ("en las castañas" - sí, es en serio). Pero heos aquí que veo a una pareja con pinta dominguera un sábado a mediodía, con andares de estar buscando una visita turística a algo parecido a lo que estaba buscando yo. Los paso. Miro para atrás, por si acaso veo un nombre de calle en esas afueras tan poco propicias a letreros, pero ¡lo veo! ¡Estoy en las castañas!

(Hay gente cuyos andares delatan lo que van a hacer hasta límites insospechados, la verdad)

Llegué. Con menos de dos minutos. Pagué, candé la bici, entré el antepenúltimo, prueba superada. Tan sólo siento que estoy ya mayor para según qué trotes.

¿Y el resto del día? Genial. La vuelta fue también accidentada, pero mucho menos. Y la estancia en Třešť, genial. Entre otras cosas, vi un café (de cafetería) que me llamaba, me llamaba y me rellamaba... Tuve que ir a tomar un café que me supo a gloria bendita, probablemente el mejor que me he tomado en la Rep. Checa y uno de los mejores de mi vida. El espacio, visualmente, es maravilloso, como el trato y la sonrisa de la camarera, tan sólo la música y una pareja rara enturbian la armonía energética del lugar. Entra alguien. Expresa dudas sobre qué tomar. La camarera le sugiere un café. "Acabo de tomar uno con la comida". El metete que soy dice "Comete usted un error, con ese café". Y en esas...

No, pero eso no es un viaje accidentado, se me está yendo la pinza. Ya retomaré esa historia en otro momento.

martes, 6 de junio de 2017

Si quieres soluciones

Llamadme machista, pero cuando una mujer me cuenta algo que la preocupa pero que no requiere acción inmediata, que queda fuera de mi alcance personal solucionar, y me lo cuenta una y otra vez y no capta ni directas ni indirectas de que cambie de tema, se me ocurren tres posibilidades:
1) que le sugiera una solución / algo que ella pueda hacer
2) que quiera calentarme la cabeza
3) que quiera calentarse la cabeza.

En el segundo y tercer caso, toca mandar a tomar por el saco. En el primero, me sale el lado machista y, de forma caballerosa, puedo (o no) ofrecer una solución. O dos. O tres. Lo que pasa es que lo que suele pasar más a menudo que menos es que no me dejan acabar la frase y se ponen en la situación más negativa y destructiva posible: "eso no va a funcionar". Y ni me dejan acabar, ni mucho menos explicar, ni solucionar.

A veces intento hasta tres soluciones (alguna vez he ofrecido cinco). Sin ponerse a intentar nada, en un 98% de casos, vuelven a la despotricada. Y luego me llaman incomprensivo, irrespetuoso, intolerante y etceterérrima porque paso de seguir aguantando.

Tengo muchas ganas de que me llamen machista o poco caballeroso para darles un poco de igualdad. Porque, por machismo puro y duro, cuando me vienen en ese plan mis compañeros de género, no les doy ni la segunda oportunidad de escuchar.

domingo, 19 de febrero de 2017

Ilusión y falta de esperanza

Ayer me volvió a la mente el tema de la ilusión. Había quedado con una de las personas que más quiero. Tenía mucha ilusión por verla. Hacía un día fresco, pero había llovido por la mañana, por fin, después de varios meses, y era una delicia respirar. En esas, me llegó un mensaje, anunciando un retraso de diez minutos.

Pensé en Pedro Páramo, el personaje de Juan Rulfo, y sus promesas, ésas que no pensaba cumplir ya antes de pronunciarlas, y en cómo esas promesas no-se-cumplirantes van aportando, granito a granito, la montaña de arena de la falta de esperanza de la población. ¿Por qué? En mi opinión, ello es porque son pronunciadas desde la posición de poder de Páramo, y porque su naturaleza de promesas que jamás se cumplirán es de sobra conocida por aquéllos que escuchan.

En otras palabras, inclúyase en un libro de Recetas para matar la ilusión.

Sin embargo, la situación de ayer era bien diferente. Ayer yo sabía que iba a venir. Sabía que no era una promesa vana, sino una oportunidad para prolongar una de los regalos más hermosos de los que disfrutamos los seres humanos: la ilusión. Yo tenía diez minutos más de magia, quizá quince, pero no iba a sufrir ninguna decepción y lo sabía. Y para colmo de bienes, en mis ojos hacía un día perfecto para esperar.

Después de más de 20 años de no oírla ni tocarla, resonaba en mis oídos, fresca, hasta el último detalle, aquella canción, escrita entonces con otro ánimo, titulada "Me gusta esperarte".

Y es que no sólo el enfado me lleva a escribir. La ilusión también hace milagros.