Pedro estaba intranquilo. Tenía un mal presentimiento. Miró la tormenta que se acercaba, el bosque cercano, su ganado en el prao, y se rascó la barbilla aún imberbe. Las ovejas habían dejado de balar, como si compartieran su desasosiego. Se quitó los auriculares del MP3, en el que había estado escuchando una obra de Prokofiev, y escuchó atentamente.
- ¡Un aullido! – gritó, asustado. Su perro había desaparecido de la vista. Silbó, lo llamó a gritos, golpeó un árbol cercano con su ahijada, pero el perro no aparecía. Un nuevo aullido comenzó a sonar, siendo interrumpido por el trueno que acompañaba a un rayo recién caído no muy lejos. Las ovejas echaron a correr, espantadas. Pedro sudaba de miedo y tenía escalofríos.
Pedro corrió detrás de sus ovejas, llamando al perro a gritos. Apenas se dio cuenta del chaparrón que empezó a caer, ni de que en cuestión de segundos estaba empapado. Sólo llamaba a su perro, maldiciéndolo por dejarlo solo con el lobo, indefensas las ovejas para cuyo cuidado había sido educado y alimentado. No se dio cuenta Pedro de que otro pastor lo había visto, desde la lejanía, desde lo alto de la colina que quedaba entre Pedro y el pueblo. Sin perder tiempo, el pastor se dio la vuelta y llamó a lobo a los del pueblo, con voz ronca y silbidos agudos. El párroco, que estaba en el campanario, dio la alarma sin demora, y en cuestión de minutos estaba todo el pueblo acudiendo a socorrer al pobre Pedro, que corría aún tras sus ovejas, lloroso, temeroso, mirando a todos lados y oyendo el aullido del lobo con cada fibra de su ser.
Encontraron los del pueblo a Pedro, montando guardia junto a sus ovejas, asubiadas junto a un enorme peñasco. Pedro, al verlos, comenzó a saltar, a cantar, a bailar, sonriente, despreocupado, porque al fin el lobo no se lo iba a comer, ni a él ni a su labor. No entendía las caras tristes de sus paisanos, que se dieron cuenta en ese momento de la fantasía sin malicia que afectaba a la cabeza de Pedro. Y no querían decirle nada.
- Ya hemos matado al lobo – le dijo uno, por piedad.- No tienes de qué preocuparte.
- Pero el perro, el perro no está – dijo Pedro.- ¿Lo habéis encontrado, tío?
- No te preocupes por el perro, que ya viene para acá.- El perro había estado siguiendo en la distancia a Pedro, dejándole el mando, visto que quería tomar el control del rebaño ignorándolo. Nadie se enfadó con Pedro. Ni siquiera el perro.
Pasaron los días. Mientras Pedro afilaba un palo, la niebla comenzó a echarse sobre el collado. El perro, inquieto, la miraba, e intentaba dar señales a Pedro. Éste, cuando se dio cuenta de que algo no estaba en orden, miró hacia donde señalaba el perro, y entonces lo oyó otra vez. ¡Era el aullido de un lobo! ¿Sería posible que fuera la pareja del difunto, o que, aún peor, otra manada de lobos se hubiera venido a vivir a la zona y estuviera ahora amenazando a las ovejas en el collado? Las ovejas estaban nerviosas. Pedro las echó a correr abajo, hacia el pueblo. Nuevamente fue visto, con pies alados por el pánico, y nuevamente fue dada la alarma, las campanas sonaron a lobo y los aldeanos todos salieron con dalles y palaganchos dispuestos a derramar la sangre de la fiera.
Cuando llegaron a lo alto de la loma, se cruzaron con Pedro. Miraron detrás de él, y tan sólo la niebla, todavía lejana, parecía ser amenaza. El perro, feliz, con la lengua fuera, moviendo el rabo y diríase que sonriente, era una clara muestra para todos de que no había lobo que temer, y que otra vez habían sido víctimas de la debilidad mental del chico sin que éste hubiera tenido siquiera la oportunidad de dar la voz de alarma por sí mismo. Juráronse interiormente que no volverían a cometer el error de creer las fantasías del pastorzuelo.
Llegó la fiesta de la Matanza. Todos estaban reunidos en la Casa del Pueblo. Las mozas disfrutaban siendo sacadas a bailar por sus habituales compañeros de labor, que habrían preferido irse al partido pero invertían así su tiempo en espera de lograr noviazgo, que tiene siempre otras ventajas de las que el fútbol carece. Pedro tenía los pulmones cargados del tabaco, el aire enrarecido y el olor a fritanga. Salió a la plaza.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando Pedro volvió a la Casa del Pueblo, intentando que sus gritos sobrepasaran el volumen de la celebración. Pocos lo oían y nadie lo escuchaba, nadie tenía tiempo para los sustos del tonto del pueblo aquella noche. Pedro saltó a la tarima, cogió el micrófono a la cantante y gritó.
- ¡Lobos! ¡Lobos en el pueblo!
Sus paisanos hicieron una pausa en su alegría para, con ceños fruncidos, malos modos y peores palabras, agarrar a Pedro y echarlo de la Casa. Pedro lo intentó otra vez. Según entró, dos mozos lo cogieron por las sobaqueras y salieron con él, dispuestos a tirarlo, vestido de domingo, a la pila de estiércol más cercana.
Entonces oyeron la carnicería. Sin creer lo que les decían los oídos, acudieron al redil. Sin creer lo que veían sus ojos, se miraron uno al otro, se gritaron “¡Lobos!” y sólo entonces echaron a correr para dar la voz de alarma.
Tomados primero por bromistas siguiendo la locura de Pedro, les costaron lágrimas, un par de chicas empáticas y algo de tiempo convencer al Pueblo de que no era ninguna broma ni ninguna alucinación. Con todos los aperos guardados en los establos, donde los lobos estaban, los hombres y alguna moza más robusta tuvieron que apañarse con palos de escoba y fregona por toda arma, el más afortunado tenía el pie del micrófono de la charanguera.
Ya era tarde. Los lobos habían descuartizado los rebaños del pueblo con una única excepción. Pedro había defendido, en el último momento, su rebaño con sus propios miembros, pegando patadas y puñetazos a las fieras. Ahora yacía en el suelo, cubierto de su propia sangre, orgulloso de haber defendido a sus ovejas, sin rencor alguno hacia los que no lo habían creído. Sus paisanos ahora lo miraban fijamente, armados de forma prehistórica, sin entender a Pedro, sin entender nada, sin saber qué hacer a continuación, en absoluto silencio. Sólo se oían los jadeos de Pedro y el tierno balido de un cordero recién nacido.
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