miércoles, 18 de marzo de 2020

Acompralipsis

Acabo de ir a la compra después de cuatro días encerrado en casa. En estos días, la sociedad checa ha pasado de anunciar el cierre de fronteras para dos días más tarde, de cerrar los restaurantes de ocho de la noche a seis de la mañana y de no permitir las reuniones de más de 30 personas a la situación actual: prohibición de salir de casa sin mascarilla, las compras de 10 a 12 están permitidas sólo a los mayores de 65 años, cierre total de fronteras, horarios reducidos en todo, semi-cuarentena al país entero (salir sólo para lo más imprescindible).

Yo tenía que salir a por pan. O quería salir a por pan. Podría habérmelo cocido en casa, quizá, con harina, bicarbonato, agua y lo que internet me sugiriere. Fui a última hora del día (sobre las 19:45), más que nada porque mientras Lorenzo alumbra, las calles están llenas de familias con niños y sin mascarilla. Y mientras que me alegra mucho ver a las familias pasando tiempo juntas y a los niños poder disfrutar de tiempo extra con sus padres, los niños son impredicibles y no me apetece coger ningún bicho. Llámenme paranoico, pero sus creencias no son mi certeza.

En el supermercado y áreas colindantes, la gente mantiene en general la distancia. Hay menos gente de lo habitual en esta época, día de la semana y hora. Algunas personas apartan su carrito, casi de modo angustioso, para dejarte pasar y no molestarte, o eso dicen sus miradas. Otras personas se apartan con la angustia de que podrías ser un malhechor dispuestos a contagiarles lo peor de lo peor de un modo más intencional aún que el de Creysidí. Unas terceras ven que vas a un estante, cambian su rumbo para ponérsete en medio y se ponen delante, haciendo como que miran y se van sin llevarse nada. Otra, una, realmente, busca y no encuentra: busca qué era eso que te ha llamado la atención. Con la misma, se va. Una persona más se para, encuentra lo que yo quería, coge todo lo que puede, se le cae uno al suelo, me mira con la expresión conocedora de que no hay lugar para la amabilidad en los tiempos de la peste. Al señor le cuesta agacharse, aunque no me parecía tan mayor para ser tan poco ágil. La que supervisa las cajas sin personal tiene el gesto cansado y amable a partes iguales, se olvida de mantener la distancia y yo no sé si agradecérselo, porque hasta un ser asocial como yo se siente algo desamparado. Pero me doy cuenta cuando ya me he ido de que he estado ¡cerca de un ser humano!

Meto la compra en la mochila. Una mujer sale a paso apresurado y, al doblar la esquina, me ve. Hace un quiebro brusco para evitarme. Bendito miedo: si no es por él, se me come.

Llego a casa y, ya vestido, salgo a tirar la basura que ya tenía preparada. Voy por la acera. Un joven va en bici por la carretera, hablando por el móvil en voy bastante alta, sin casco ni luces (por supuesto) pero al menos lleva mascarilla. Me ve. Hace un quiebro brusco, esta vez para subirse a la acera e irme al encuentro. Mi calle es peatonal: no necesita ir por la acera para evitar coches (que no circulan en este preciso instante ni prácticamente en todo el día). Yo me aparto, cortésmente (p.i.). Pasa a mi lado, gritando a su interlocutor, con un gesto que parece decir "espero que te pienses que te grito a ti" que me sorprende. No es hasta varios minutos después que recuerdo que las bicicletas no tienen permitido ir por la acera. Ato cabos. Da igual que se acabe si se está acabando el mundo o no, hay gente que no regatea en esfuerzos para intentar molestar a los demás, les salga bien o no.

Y yo no me acuerdo ni de su cara. Es más, aunque estoy escribiendo esta entrada como reflexión y como pequeño diario de pandemia (como están haciendo tantos otros), con lo que me voy a ir hoy a la cama es con los grupos renovados de WhatsApp en un momento en el que la gente se busca con tiempo y con ganas, buscando y ofreciendo un tono amable. Hoy me iré a la cama con el gesto de la comunidad vietnamita de la Rep. Checa, que están ofrenciendo tentempiés gratuitos al personal sanitario, a la policía, a los bomberos. Hoy me iré a la cama pensando en esos amigos que, cuando llega la noche, repasan a toda la gente amable que se han cruzado durante el día y los eventos bonitos (si no tienes amigos así, conviértete en uno y que cunda el ejemplo). Hoy me dormiré con una sonrisa en los labios porque ha pasado otro día y sigo vivo y sano.

Me quedan menos de cuarenta y ocho horas para romper mi ayuno de azúcar blanco. ¡Y tengo muuuucho chocolate en casa!

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