miércoles, 6 de mayo de 2015

Me siento incómodo

Hace años, cuando vine por primera vez a este país, acostumbrado a que las mujeres me ignoraran por la calle, me costó hacerme a que las jóvenes locales me miraran como lo hacían. Al principio, pensaba que me había dejado la bragueta abajo. Luego hice callo y ya no me daba cuenta.

Volví a mi país casi un año después. Esta vez, no conseguía habituarme al hecho de que ¡yo no existía! No es que me miraran con mala cara, o que me miraran por encima del hombro, sino que, directamente, no era digno de evaluación alguna. No te doy ni el suspenso, vamos.

Esas cosas se llevan mal. Especialmente porque, cuando intentas compartir tus penas, nadie te hace caso, justificándolo de varias maneras: que si son imaginaciones tuyas, que si te mirarán algunas y otras no, que si ya estás criticando tu país de origen, que si te tiene que mirar todo el mundo, que si miran cuando hay algo que ver y por eso me miran a mí y no a ti (en serio, hasta eso he oído, y no sólo una vez).

Pofale.

Entre medias, yo sabía lo mío, y cuando me pegaba cualquier bajón raro en mi país adoptivo, me iba a dar un paseo y volvía con la moral elevada. En el de origen, hablaba con las mujeres de la familia, que eran las únicas que me decían guapo.

El tiempo pasó, se marcó en mi aspecto y dejó de haber miradas. O quizá fuera el avance de la cultura occidental, que hace que aquí miren más ellos a ellas que ellas a ellos. Quizá fuera hartazgo de que los turistas se tomaran las miradas y sonrisas como invitaciones. Lo mismo hice callo o dejé de percibir esa realidad, entre otras cosas por la cantidad de gilipollas que se empeñaban en el día a día en minarme la autoestima (como si yo hubiera preguntado). O quién sabe, pudo ser una combinación de factores.

Han pasado veinte años.

El verano pasado me compré unas gafas llamativas. Quería comprarme algo excéntrico, aparatoso, visible, algo que diera el santo cantazo, vamos. Por supuesto, los primeros en admirarlas fueron mis estudiantes, que querían que se las diera, se las cambiara por las suyas, se las prestara. Al tiempo, me acostumbré a llevarlas sin darme cuenta de lo que me ponía en la cara.

Un día, me parecía que la gente me miraba mucho. Algo así como cuando fui a Cracovia la primera vez (y tras dos días de mosqueo, porque la gente me miraba mucho a los ojos, me di cuenta de que me había pasado dos días sin ver ojos castaños ni pardos - los míos eran los únicos). Claro, me di cuenta de que eran las gafas. Y me di una cuenta errónea.

No siempre eran las gafas. Cuando me quitaba las gafas, la gente me seguía mirando. Y no, no eran miradas como las de hace años, esta vez se centraban en la cara.

Pensé que igual era la nariz.

La mayoría de las veces, la gente (niños, adultos, ancianos, hombres, mujeres) me sonríe. Los niños me saludan.

Contras, acaba de ocurrírseme. ¿Me pareceré a alguien famoso de aquí?

Una vez que me miraba un grupo de gente sonriente, miré para un lado, había un espejo, y al verme, solté la carcajada, porque tenía una cara de juerga impresionante, yo. Pero hay veces que tengo cara de pedo: sin dormir, sin peinar, con dolor de cabeza... y la gente sigue mirándome con el mismo gesto simpático. No se ríen de mí, sino que me sonríen.

Pensé que sería la primavera, pero ya han pasado doce meses de primavera. Pensé en la crisis de la mediana edad, pero aún no quiero una Harley Davidson ni me apetece volver a las discotecas.

Algunas mozas (y digo mozas, no señoras) me persiguen en la piscina. ¿Querrán un autógrafo o emparanoiarme?

Hoy iba andando por la avenida Lannova, sin mis gafas, agotado, somnoliento, vestido discreto (creo yo). Me paré en el semáforo. Miro al otro lado y veo a un grupo de mujeres, las cuatro sonrientes mirándome de arriba abajo, sin visos de haberse puesto de acuerdo o de haber hablado de mí. Recorro la acera de enfrente con la mirada y veo a otras siete mujeres, unas de dos en dos, otras solas, de las cuales otras cuatro me miran. Intimidado por tanto interés, casi me echo a correr. ¿Será una cámara oculta y alguien intenta hacer que yo pierda el juicio?

Mientras camino hacia casa, recuerdo el experimento que hice el verano pasado, de colocar las mismas fotos, exactamente las mismas, en las versiones de ambos países de cierta red social. La nota que me pusieron mis compatriotas fue, de media, de un 3,5 (suspenso). Las otras me pusieron un 8,2 de media (notable).

Repito: han pasado 20 años. No me veo tan impresionante, la verdad - pero como no soy yo quien tiene que juzgar y la gente bocazas hace ya una temporada que no me lanza ataques a la autoestima, igual me he perdido algo. Así que veremos este verano, cuando vaya a mi Tierruca, si me siento olvidado, aliviado, o aún más perseguido.